jueves, 10 de febrero de 2011

HOMILIA DE PADRE SANTIAGO ALCALDE


            Me narraron, no hace mucho tiempo, una historia que, como me la contaron, os la cuento. Parece ser que el águila imperial, puede vivir como las demás águilas unos 40 años; teniendo la posibilidad de alargar su vida otros 30 años más, setenta en total. Pero para ello tiene que hacer un gran sacrificio.
            Cuando un águila llega a la edad adulta, se le plantea el dilema de dejarse morir o bien el de renovarse. Si opta por renovarse, entonces vuela hacia una alta montaña y se establece en un picacho rocoso que la proteja y que al mismo tiempo esté próximo a un lugar donde haya agua para beber. Durante unos seis meses aquí vivirá e irá realizando una total transformación física.
            Lo primero que hace es arrancarse con su pico todas las plumas que tiene, sin dejar una. Algo sumamente doloroso. Luego hace lo mismo con las garras de sus patas, que a lo largo de los años han adquirido fuerza; pero que en la edad adulta, ya han perdido el vigor y la agilidad necesaria para apresar a sus victimas. Y finalmente su pico, que ha sido su principal arma, pero que ya es tan grande y curvado que le impide comer, lo golpea contra las rocas hasta que se queda sin él.
            Así sin nada y sin poderse alimentar, tiene que vivir de sus reservas y esperar pacientemente que le vayan saliendo nuevas plumas, nuevas garras y un nuevo pico. Todo este proceso dura unos seis duros meses.
            Luego, el águila, cuando ya se ha renovado así físicamente, y tiene un nuevo cuerpo, puede bajar de la montaña y comenzar a vivir una nueva vida por 30 años más.
            Os he traído este relato por dos motivos. Uno porque refleja mi realidad vital en este momento. Yo tengo más de 40 años; pero me planteé hace algún tiempo esto mismo: ¿Qué hago con mi vida? ¿Sigo viviendo sin más? ¿Dejo que los días, meses y años trascurran hasta que Dios quiera, o bien opto por renovarme y emprender una nueva vida hasta cierto punto?
            Para mí, participar en este curso de espiritualidad tiene este sentido. Necesito despojarme de las plumas que a lo largo de los años han ido protegiéndome, sí; pero también ocultando mi ser más íntimo. Necesito dejar mis garras, con las que me he defendido, pero que ya no me son útiles. Necesito dejar mi pico, que ya duro y curvado me impide alimentarme adecuadamente.
            ¿Lo conseguiré? En el lugar adecuado estoy y con la ayuda de Dios y la vuestra, espero conseguirlo para poder seguir volando los años que Dios quiera.
            Y el segundo motivo de contaros este relato es porque el Evangelio, que hemos escuchado, nos habla de esto mismo (Mc 7,14-23). Frente a la pureza legal y externa, que el judaísmo imponía como moral; Jesús propone la pureza del corazón. De nada vale la limpieza externa, si el corazón humano está manchado de malos propósitos, envidia, difamación, orgullo, frivolidad… Que salen de dentro, decía Jesús, y hacen al hombre impuro.
            Es fácil lavarse las manos y el cuerpo… Es fácil cumplir las normas litúrgicas y asentir a todo lo que dice la Iglesia, e incluso seguir las normas morales… No es difícil vivir en comunidad y llevarnos aceptablemente bien e incluso colaborar… Es muy fácil autoconvencernos que las cosas están bien, que hago lo que puedo… ¿Pero es esto suficiente? ¿No querrá Dios de mí, de nosotros, algo más?
            ¿No me estará pidiendo Dios sobre todo una pureza del corazón? ¿Qué todo lo que piense, hable u obre salga de mí interior, de un corazón limpio como el de un niño?
            Jesús a Nicodemo, hombre ya mayor, le pidió nacer de nuevo: “El que no nazca de arriba no puede entrar en el Reino de Dios” (Jn 3,3). Y como no entendía se lo explicó hablándole, con diversas imágenes, de tener un corazón nuevo y dejarse guiar por él.
            Como colofón de de este discursito, aquí caería bien una frase de San Agustín y que mejor que esa ya conocida de las Confesiones y que en estos días se nos ha repetido: “Nos hiciste, Señor para ti y nuestro corazón, está inquieto hasta que descanse en ti” (Conf.1,1,1); pero para que esto se dé, hay que nacer de nuevo, hay que volar más alto, hay que purificar el corazón y no sólo las mano.
                                                                                   Santa Mónica (Roma) 9-2-2011

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